El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel quizá sea una de aquellas películas que quedan en la historia del cine como documentos que extraen de forma poética e ingeniosa fragmentos de nuestras realidades sólo perceptibles en su totalidad a través de la expresión artística y su poder de síntesis de los aspectos más simbólicos e inconscientes de nuestra existencia. Pone a la luz certezas o intuiciones propias del observador sensible y de los indagadores aventureros del comportamiento humano. En la línea del pintor francés Théodore Géricault y su obra "La balsa de la Medusa", la predecible catástrofe y degradación humana que se va anticipando en el transcurrir de una velada de la alta sociedad mexicana, va a ir "in crescendo" con unos primeros signos sutiles, luego más grotescos, de miseria exacerbada por la desesperación, la angustia y el desamparo ante una situación incontrolable.
La obra comienza con la escena de algunos empleados domésticos que son dominados por una extraña sensación, intuición o alarma, de que deben abandonar el espacio en el que se encuentran. La necesidad es tan urgente que se marchan sin explicación racional de sus puestos de trabajo, dejando a los dueños e invitados de la mansión con la cena lista para el banquete y con la única ayuda del más fiel a los patrones, el mayordomo de la residencia. Al término de la cena, los invitados se trasladan a una especie de sala de estar de la cual no podrán salir durante el resto de la película por más que lo intenten. De modo espontáneo, cada uno de los personajes va siendo presa de un deseo de escapar y de la imposibilidad de hacerlo. Adormecidos frente a la impotencia, se van descubriendo sus perfiles más indignos, despreciables y avaros tras el refinado y delicado comportamiento aristocrático. El interior de la mansión de los Nóbile nos subsume en las profundidades inconscientes de un grupo de personas en situación de ahogo, necesidad y desamparo que delatan sus facetas oscuras y perversas alejadas de las costumbres o convenciones tradicionales propias de la alta sociedad y sus cultivadas normas de cortesía. Se revela una especie de polaridad donde las normas de la etiqueta y distinción de clase abrigan las más bajas y humillantes contradicciones humanas.
Las repeticiones y situaciones ridículas acentúan el transcurrir, el pasaje de una conducta a otra, con el asombro de los personajes poseídos por las mismas y la sorpresa del observador. Intentando describir el suceder de algo inmanejable, incontrolable por los propios habitantes, tanto en su intuición de la catástrofe como en el abandono a su destino, se destaca el despojo de las apariencias clasistas.
Etiquetas: fragmentos míos
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