Desde que vi expuestas sus obras me preocupaba el genio de Rodin. Un día me encaminé a su estudio, situado en la rue de l'Université. Mi peregrinación hacia Rondin se parecía a aquella de Psyche en busca del dios Pan en su gruta. Sólo que mi camino no me llevaba a Eros, sino a Apolo...
Rodin era pequeño, cuadrado, fuerte, con una cabeza completamente rapada y una barba abundante. Me fue enseñando sus obras con la sensillez de los verdaderamente grandes. De vez en cuando musitaba algunas palabras ante sus estatuas; pero una comprendía que esas palabras tenían muy poco significado. Pasaba las manos sobre ellas y las acariciaba. Recuerdo que me dió la sensación de que bajo sus manos el mármol corría como plomo fundido. Cogió un poco de yeso y, respirando con fuerza, lo estrujó en la palma de su mano. El fuego salía de él como de un horno radiante. En pocos momentos hizo un seno de una mujer, palpitante bajo sus dedos.
Me cogió de la mano, me metió en un coche y llegamos a mi estudio. Cambié a toda prisa mi vestido por mi túnica y bailé un idilio de Teócrito que Andrés Beaunier había traducido para mí de esta manera:
Pan amaba a la ninfa Eco;
Eco amaba al sátiro, etc...
Me detuve luego a explicarle mis teorías sobre una nueva danza; pero en seguida me dí cuenta de que no me escuchaba, sino que me contemplaba con los párpados entornados y los ojos penetrantes, y así, con la misma expresión que tenía ante sus obras, vino hacia mí. Pasó sus manos por mi cuello y por mis senos, acarició mis brazos, y sus dedos rozaron mis caderas, mis piernas y mis pies desnudos. Palpaba mi cuerpo como si fuera yeso, despidiendo un fuego que me ahogaba y derretía. Quería yo entonces entregarle todo mi ser, y así lo hubiera hecho si una educación absurda no me hubiera inspirado en aquel momento una actitud de espanto. Me puse mi traje sobre la túnica y le despedí llena de asombro. ¡Qué pena! ¡Cuántas veces he lamentado esta ridícula incomprensión, que me arrebató del goce divino de ofrecer mi virginidad al Gran Dios Pan, al Poderoso Rodin! Mi arte y toda mi vida se hubieran enriquecido en aquel momento. No volví a ver a Rodin en dos años, hasta mi regreso de Berlín. Fue luego durante mucho tiempo mi amigo y mi maestro.
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